En la antigüedad, la alquimia era una práctica común. El propósito del alquimista era conseguir la transmutación de metales vulgares, en oro y plata, como también la elaboración de un remedio milagroso que curase todas las enfermedades y prolongase la vida. A partir de la Edad Media la alquimia fue considerándose una ciencia más hermética, y los alquimistas unos sabios o unos embaucadores. La división de los alquimistas entre los que buscaban la piedra filosofal, esa sustancia mítica que les permitiría descubrir los secretos de la naturaleza, y los que buscaban la transmutación de los metales, esperando enriquecerse, acabaría por relegar la alquimia a una burda expresión o a un misterio.
Uno de los más famosos alquimistas de la Edad Media fue el emblemático Nicolás Flamel. Estudió y escribió numerosos tratados alquímicos. Se dice que encontró la fórmula para hallar la Piedra Filosofal. Santo Tomás de Aquino fue otro de los grandes estudiosos de la alquimia en su vertiente más simbólica, así como Paracelso, médico y filósofo del Renacimiento. Hasta el siglo XVIII fue considerada una ciencia respetada. Isaac Newton o Roger Bacon estudiaron los principios alquímicos desde la óptica tanto de la física como de la mística y Carl Jung repasó los principios alquímicos y su simbolismo para aplicarlo a sus teorías psicoanalíticas.
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