lunes, 5 de mayo de 2014

EL PRIMER NOBEL LITERARIO DE HISPANOAMÉRICA NOS PRESENTA EL PERIODISTA DE PRENSAMERICA, MARIO VIDES

El primer Nobel literario de Hispanoamérica

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Lialdia.com / En 1945, el premio Nobel de Literatura le fue otorgado por primera vez a un escritor de Hispanoamérica. Era también la primera vez, desde la institución del premio a principios del siglo, que le correspondía a una mujer de lengua española. Se trataba de Gabriela Mistral, el pseudónimo con que ya era bastante conocida en el mundo literario la chilena Lucila Godoy, que había saltado a la fama desde hacía más de 20 años.
Ella misma contaba que había elegido como pseudónimo el nombre y el apellido de dos de sus poetas preferidos: el italiano Gabriele D’Annunzio y el francés Frédéric Mistral; sin embargo, hay quien dice también que, en ese nombre, combinaba ella el del arcángel de la Anunciación con el del viento, poderoso y frío, que sopla en el sur de Francia desde el valle del Ródano. La voz poética de Gabriela iba a tener mucho de arcángel bíblico y de viento tempestuoso.
Sin muchos estudios formales, Gabriela Mistral combinó desde joven su vocación por la enseñanza con su amor por la literatura: fue por mucho tiempo maestra rural y nunca dejó de sentirse tal. Un noviazgo malogrado por el suicidio, le sirvió de inspiración para escribir los Sonetos de la muerte  que ya la revelan como dueña de un estilo que no hará más que decantarse en sus próximos libros; decir suyo en que se combinan la tradición bíblica, que le llega por la sangre de una abuela judía, con el habla de la tierra, verdadera expresión telúrica, si alguna así puede llamarse. A más de medio siglo de su muerte (1957), no aparece otro poeta en la América hispana que haya renovado tanto la lengua y le haya aportado tanta intensidad y frescura, sin abandonar por ello las tendencias métricas que son connaturales al español. La tradición occidental y el mundo indígena se fundían en su decir que, por reluciente, podría compararse con la moneda recién acuñada.
No obstante, tal vez se hubieran demorado en conocerla fuera de su país si Federico de Onís no le hubiera publicado Desolación bajo el auspicio del Instituto de las Españas en Nueva York (1922), un libro que de inmediato le da un nombre en las letras americanas. A partir de ahí, hará incontables viajes como conferencista y educadora; más tarde, y por espacio de veinte años, se desempeñará como cónsul de Chile en varias ciudades de América y Europa.
Está al frente del consulado chileno en Petrópolis, Brasil, cuando le avisan que ha sido galardonada con el Nobel. La Academia Sueca dice otorgárselo por “su obra lírica que, inspirada en poderosas emociones, ha convertido su nombre en un símbolo de las aspiraciones idealistas de todo el mundo latinoamericano”. La distinción le llega cuando todavía no se ha repuesto de otro suicidio que ha de marcarla (el de un sobrino e hijo de crianza, Juan Miguel Godoy, que se quita la vida a los 18 años) y pocos meses después de finalizada la segunda guerra mundial. La gran catástrofe que ha asolado a Occidente y la desgracia familiar contribuyen a  acentuar, en su poesía, una visión triste y desesperanzada del mundo que nunca, sin embargo, incurre en ripiosas sensiblerías. Su poesía adquiere mayor nobleza en la medida en que traduce un sentimiento de mayor desolación, como puede apreciarse en Lagar y Lagar II, libros que responden a su plena madurez de escritora.
Pero el premio Nobel de Literatura a Gabriela Mistral no sólo sirvió para reconocer el quehacer de una poeta dotada de singular fuerza expresiva, sino también para resaltar el papel de la mujer en el ámbito de nuestra lengua, lo cual casaba con el carácter y la trayectoria de Gabriela, a quien puede considerarse comprometida con el feminismo —aunque sin la irritante petulancia de algunas activistas de esa causa.
A la distancia de casi siete décadas, el respaldo internacional que le brindó el Nobel a Gabriela Mistral marcan un hito, un antes y un después, en la manera en que el mundo tenía de ver la literatura hispanoamericana y a la mujer de nuestra cultura e idioma. Poca veces el famoso lauro fue tan merecido y resultó tan útil para promover una causa —aunque esto último no fuera su propósito. La más auténtica voz de “Nuestra América” logró con este premio un estrado y una caja de resonancia, al tiempo que abría un camino para todos los que vendrían después.
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